El otro día hablando con mi sobrina de 9 años le pedí que me hablara sobre ella, sobre lo que le gustaba y se le daba bien hacer.
Las respuestas tenían todas que ver con asignaturas del colegio y la nota que suele sacar: “Lengua e inglés se me da muy bien, saco sobresaliente en esto, notable en lo otro…”
Pero cuando quise que pensara en otro tipo de aptitudes que no tuviesen que ver con ese entorno se me quedó mirando sin saber qué decir.
Una sonrisa tímida y feliz se dibujó en su carita cuando empecé a decir: «eres estupenda oradora, te encanta saludar a las personas aunque no las conozcas, sabes expresar tu agradecimiento con infinidad de gestos amables y aunque todavía no lo sepas ni lo entiendas, eres muy valiente y tremendamente especial”.
Dedicamos mucho dinero y esfuerzo en ofrecer recursos a quienes son responsabilidad directa nuestra para que intenten llegar a ser los mejores.
A nuestros empleados con programas de coaching para que estén motivados y cumplan objetivos. A nuestros hijos con infinidad de clases extraescolares, viajes al extranjero para que saquen las mejores notas y puedan entrar en una buena universidad.
¿Pero todo traducido en qué? …..En dinero. Valemos lo que ganamos.
Por supuesto que ese tipo de formación técnica es imprescindible ya que si no el mundo no avanzaría pero los logros alcanzados no deben ser importantes porque somos capaces de ponerles precio sino porque los ponemos al servicio del resto de la humanidad. Debemos ser conscientes de nuestro compromiso con el bien común no sólo por lo que somos capaces de HACER sino por lo que podemos llegar a SER. Para ello es imprescindible trabajar también nuestra dimensión espiritual. Necesitamos saber quienes somos y cuál es el auténtico proyecto de vida al que estamos llamados.
Porque, todo en lo que tu trabajas ¿es para este mundo o para la eternidad?
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